Tras levantarnos en una habitación de lujo mirando a un jardín tropical y desayunar en modo slow, pensamos en ir andando al centro del pueblo, 45 minutos de caminata, en el hotel nos dijeron que bajo el sol era una locura y nosotras nos pusimos chulas diciendo que hacíamos unos 15 km diarios.

Justo al salir del hotel y ver el calor que hacia, no nos quedo otra que dar nuestro brazo a torcer. Si es que cuando uno se pone chula, la cosa no suele salir bien. La suerte es que justo apareció un taxi y nos llevó.

Históricamente Hoi An fue un puerto marítimo, con un gran auge comercial sobre todo entre los siglos XVI y XVIII. Comerciantes chinos, japoneses, indios e incluso holandeses llegaban en busca de pieles, seda, pimienta y otros bienes. Por dicho motivo, en sus calles se palpa todavía esa influencia multicultural. Hoy este pequeño pueblo, Patrimonio de la Humanidad mantiene aún ese sabor antiguo y tradicional, y las misma estructuras y edificios de hace más de 100 años, en parte japonés, en parte chino, en parte vietnamita. Las casas son estrechas, color albero de dos plantas con contraventanas, no han sido restauradas, ya que esta zona no sufrió tanto la guerra.

Nos ha encantado, recorrer las callejuelas llenas de farolillos de colores colgando por todas partes. Sobre todo al caer la tarde, se vuelve un lugar mágico, se encienden todos los farolillos. Es un auténtico nacimiento. Además el río se llena también de cajitas de cartón con velas encendidas cargadas de deseos que fluyen a merced de la diosa fortuna.

Para cenar nos lanzamos con la comida vietnamita, pues se supone que Hoi An también es famoso por su gastronomía. Nos encantó: tomamos la verdura Morning Glory, un tipo de verdura parecido a la acelga y que esta buenísima, cangrejos rellenos y arroz blanco. Y por supuesto nuestro vino blanco del que no solemos prescindir.

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